Quizá la escritura de su propio epitafio nos permita compartir mejor ese universo espiritual, conflictivo, solitario del autor: «Rosa, oh, contradicción pura en el deleite/de ser el sueño de nadie bajo tantos/párpados». El yo lírico, lector de la naturaleza y de las cosas del mundo, observa la flor para captar el misterio de su belleza, para poder transcribir la multiplicidad de sus percepciones, emociones, sentimientos, La sugerencia panteísta se presenta a través de la metáfora que asimila todo lo viviente, a un origen divino: un estuche de sinónimos cuyo significado es Dios. El Libro, el Verbo, la Palabra. Ese cosmos se encarna en la rosa, arquetipo de hermosura. Pero el libro sólo está entreabierto, no se puede acceder a su totalidad: sus páginas -pétalos- albergan la perfección, inaccesible a la mirada humana. Únicamente la introspección, la imaginación poética, lograrán acercarse a un reconocimiento del enigma. Las mariposas, a semejanza de la rosa, aúnan la belleza absoluta y la fugacidad: lo perdurable y lo perecedero. Decía Rilke: «El amor vive en la palabra…» Es una forma de eternidad.
Dra. Berta Kleingut de Abner |